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“Somos seres inmensamente vulnerables y somos seres inmensamente fuertes”. Esta fue una frase que un día impactó en mi cabeza y hasta hoy me sigue dando vueltas. Apareció en mí un día que estaba haciendo un taller con uno de mis compañeros del equipo de la Gerencia de Innovación del IST. Era un taller sobre Comunicación para Sindicalistas en Concepción.

El momento en que esta frase apareció en mi mente, fue en un momento muy particular del taller donde sentí una conexión entre los participantes, mi compañero y yo. Estábamos conversando sobre la importancia del

Escuchar y el clima se empezó a hacer más tenso. Preguntas como “¿de qué sirve que yo aprenda a escuchar a los otros, si igual los otros no me van a escuchar a mí? o “el agua y el aceite nunca se van a juntar” o “hoy no nos escuchan, ¿por qué nos van a escuchar mañana?”.

De pronto comenzamos sólo a oír las inquietudes, sin resolver nada, comenzamos a escucharnos entre nosotros, nuestras inquietudes más comunes, nuestros miedos, dificultades y sueños y en la conversación apareció la pregunta “¿qué nos ocurre cuando nos sentimos escuchados por un otro?” Y alguien respondió algo que me impactó: “nos sentimos vulnerables”.

Me sorprendió mucho esta respuesta, pues esperaba respuestas más típicas como “nos sentimos reconocidos, valorados, queridos, etc.” que son las respuestas que generalmente aparecen ante esta pregunta y que tienen una connotación más positiva. Pero la vulnerabilidad es una palabra que hasta entonces no sabía qué significado podía tener. Así que me quedé un rato en silencio frente a los participantes, un silencio de admiración, de asombro, ante lo cual mi compañero les preguntó: “¿y qué ganamos cuando nos mostramos vulnerables?”. “Ganamos fortaleza” dijeron los sindicalistas. Ahí ocurrió otro silencio, esta vez era un silencio compartido con una emocionalidad que para mí era de un respeto colectivo ante algo muy importante que estábamos creando juntos.

Sentí que estábamos construyendo algo que era importante: “vulnerabilidad y fortaleza integradas, ¿a qué me suena esto?” y recordé un montón de cosas de mi vida: mi niñez, mis miedos, mis debilidades, mis derrotas, mis errores, mis caídas y a la vez mi familia, mis logros, mis amigos, mis maestros, mis habilidades, mis valentías, mi equipo, etc. Y aquí había un factor común: no podemos evitar necesitar de los otros.

En un momento se me vinieron muchas emociones y recuerdos significativos en plena relatoría y eso me hizo conectarme mucho más con la sala. Ese día llegamos a muchas conclusiones potentes con los sindicalistas, como por ejemplo que “para ser sindicalista tienes que saber hablar, pero para ser un líder y representar a otros tienes que saber escuchar” o “al pasado hay que escucharlo juntos, al presente vivirlo juntos y al futuro componerlo juntos”.

Al final de ese taller, almorzamos con algunos miembros de los sindicatos y compartimos mutuamente historias, en las cuales el patrón común era en qué momento de nuestras vidas habíamos sido vulnerables y cómo eso nos había dado mucha fortaleza para lo que hoy éramos cada uno. En el fondo, hablamos de todas esas veces en que tuvimos que pedir ayuda, en que bajamos la guardia y mostramos afecto, en que dijimos “no sé” y nos enseñaron, en que nos equivocamos y nos dimos cuenta que inevitablemente necesitábamos de los otros.

Después de vuelta en el viaje con mi compañero, conversando sobre el “paradójico poder de la vulnerabilidad”, llegué a mi casa en Viña del Mar en la noche y no podía dormir pensando en esta “paradoja”, pero esta vez desde mi mirada como socióloga. Pensaba en este hecho: una de nuestras primeras experiencias al nacer es ser cuidados, depender de otros, pero crecemos y aprendemos a ser “individuos”.

La palabra “sociedad” significa “división” y recordé que una palabra clave para la sociología es la “integración”, a propósito de resolver cómo integrar al individuo a la sociedad. ¿Será que el funcionar “divididamente” nos hace olvidarnos de algo esencialmente social:

Somos seres sociales; somos inmensamente vulnerables, dependemos de los otros para ser humanos, para erguirnos, para hablar y que se nos comprenda, para comer, para dar y recibir y eso nos hace inmensamente más fuertes. ¿Fuertes para qué? Para construir cosas que se pensaban imposibles y que juntos las hacemos posibles. He ahí que me conmueve la importancia de saber cuidarnos y de cuidar al otro.

El no reconocer la vulnerabilidad como algo propio de nuestra especie, puede conducirnos a relacionarnos desde el miedo, mientras que el reconocer y valorar la vulnerabilidad nos permite cuidarnos, crear bienestar y calidad de vida. ¿Será que nos hace falta hablar de nuestras vulnerabilidades para construir juntos nuevas fortalezas?

Trabajo y con esto, distintos intentos por responder esta inquietud, nos parece fundamental no dar una respuesta única y lineal al fenómeno de la cultura de seguridad, si no más bien, optar por buscar formas que integren múltiples miradas disciplinarias desde la complejidad del fenómeno en cuestión y desde los supuestos o creencias que esto involucra.

“una cultura de seguridad” y que ésta influye sobre los resultados de la salud y la seguridad de las organizaciones. Estamos de acuerdo con este supuesto, siempre y cuando ésta se considere como un componente de un sistema más amplio representado por la cultura organizacional. De lo contrario se corre el riesgo de desconocer la complejidad de este fenómeno y generar acciones aisladas que pueden tener impactos incluso no deseados.

Desde nuestra perspectiva, la cultura se renueva permanentemente, lo que no significa que no pueda direccionarse un cambio dentro de ciertos limites y sin nunca perder de vista la mirada del sistema completo.

La cultura es un proceso dinámico de identificación. Sostenemos que es ella quien imprime un sello a la concepción de vida de la empresa y de las personas que la configuran. La cultura implica manifestaciones consecuentes de los actores de una organización, principalmente las de sus lideres.

Como dijimos anteriormente, una cultura de seguridad está en constante transformación, con una velocidad tal que hace muy difícil apreciar las modificaciones que están generándose en el proceso vertiginoso que la caracteriza. Y lo que está en permanente cambio, es nada más y nada menos, que

Una red de significados, disposiciones emocionales y habitualidades que configuran un fondo compartido, desde el cual las personas que pertenecen a ésta, interpretan la realidad, generan acciones y plantean opciones en las decisiones por adoptar. Entre ellas, las decisiones frente a los riesgos.

Un segundo supuesto que surge de lo anteriormente expuesto, se basa en la premisa de sostener que es posible llegar a un determinado nivel de desarrollo ideal, de una “cultura de seguridad”. Desde nuestra propuesta, dado el carácter dinámico de la cultura, ese estado ideal, lejos de ser estático, coincide con la idea de permanente renovación, es decir en

En el plano de la cultura de seguridad, creemos que hay dos grandes ámbitos sobre los cuales podemos intencionar acciones que, de alguna forma, repercuten en ella: el de las acciones y condiciones de riesgo; y el de las conversaciones que ocurren en la organización.

La importancia de considerar a las conversaciones, en el quehacer preventivo y en los procesos de cambios culturales, tiene que ver con que, es en ellas donde nacen y se transforman las interacciones entre las personas, generando desde allí distintos comportamientos.

Proponemos una concepción de conversación como proceso activo y generativo de acciones, alejándonos de la postura tradicional de la conversación como acción pasiva, lineal y unidireccional, que implica sólo un emisor, un receptor y un mensaje.

Los temas a asumir sobre una cultura de seguridad, requieren ser tópicos con un sentido valórico profundo y amplio, que sean relevantes, que permitan desarrollar procesos de interrelación, que contemplen la participación, las predisposiciones emocionales, y potencialmente, integrables a los hábitos y creencias.

Por esto, el desafío es aún mayor, no basta con llegar a una situación supuestamente ideal, sino que ésta, que en algún momento fue ideal, deja de serlo en otro. El mundo de la seguridad es un mundo complejo, detrás de cada acción hay un ser humano, cuyo comportamiento, también, es complejo, transferido y aprehendido en la trama social del contexto de desarrollo.

Ya era 30 de agosto y me vi llegando a Quilpué cerca del mediodía. La calle Claudio Vicuña en el centro de la ciudad me sorprendió cerrada de tacos y con el sol cayendo a pique sobre las cabezas. Bocinazos, rostros tensos, cansancio. Pensé que ya ninguna ciudad de Chile estaba libre de este ritmo sobre acelerado de las grandes ciudades.

En eso estaba cuando escuché un bocinazo detrás. –¡ Apúrate pos viejo! – me gritaron. Ya daban la verde y yo distraído… y el de atrás que viene apurado. Bueno, me dije, así están las cosas. Busqué un estacionamiento y tardé bastante hasta llegar a un subterráneo.

Detuve el auto y decidí parar un poco. Venía con las pulsaciones altas con tanto viaje y congestión de tránsito y me esperaban 20 personas – me dije- con las que iba a compartir una conversación que en nuestro equipo sentimos como importante.

El Banco ya está sin clientes. Disponemos junto al guardia las sillas en el “hall” central del banco e instalamos el data mirando hacia una muralla blanca. Llegan todos los trabajadores de la sucursal, se sientan. Algunos miran desconfiados, otros saludan con ánimo. Otros, aún desde sus ventanillas de caja, me miran de reojo. Todos de a poco se van sumando.

Y conversamos. Hablamos sobre detenerse. Decidimos mirar juntos y concluir que la vida nos lleva súper rápido y que puede ser que mirar al otro y mirarnos desde la detención nos permite valorar lo que queremos. Por lo que cada día nos levantamos en la mañana. Aquello que nos importa.

Miramos juntos que pasamos el 50% de nuestra vida en el trabajo. ¡El 50%!. Y que esta realidad nos invita a escuchar a nuestro compañero de oficina, de línea de producción, el que se sienta a nuestro lado en la caja de Banco. Y preguntarle: ¿Quién eres?, ¿Qué quieres de la vida? ¿Qué amas?, ¿Lo sé? ¿Sé lo que mi compañero de trabajo piensa y siente de la vida?, ¿De qué me estoy perdiendo cuando no me detengo a mirar mi vida y a los que me rodean?, ¿Vale la pena hacerlo así?

Todos nos miramos; luego de conversar sobre conceptos y experiencias, nuevas competencias para el trabajo de equipo y para nuestras vidas. Y, ya al final, les propongo: ¿Cantemos un ratito? ¿Quieren cantarse y cantarle a su compañero?

Ya en el auto, rumbo a Santiago, pienso. Qué regalo me da la vida, poder facilitar que otro se mire y mire a sus compañeros. Se detenga unos instantes y aprecie todo lo que tiene. Y siento que el cuidado de otro y de sí mismo en el trabajo está también en detenerse y valorar ese espacio. Que es un espacio de escucha. Un espacio para estar con los demás seres humanos con los que trabajo. Poner junto al otro, la vida al centro.

“El título no es mío. Es de un libro de Richard Sennett que ha servido junto a otros como bibliografía para esta charla. Su título me pareció tan perfecto que no quise corregirlo ni cambiarlo. Sennett y Levinás están en este texto. Freud también, cómo no. Martha Nussbaum que me inspira. Max Weber también. Y otros.

Ahí está el Otro. Evita la mirada, me evita. No quiere sentir mi otredad que me transformaría en un vínculo. Yo antes, de joven, evitaba la mirada. Funcionaba como si anduviera solo por el mundo. Si contemplaba el rostro del otro la otra  era como mirando su cara, es decir, la cosa. El color de ojos, la forma de la nariz, el cabello. Que no me viera espiando. No me vinculaba. Eran tiempos de timidez. Esa sensación de transparencia que nos acompaña en años púberes donde la testosterona deposita en nuestra mente deseos con los que no sabemos qué hacer. El Otro, la Otra, nos confirma y tenemos que aceptarnos. Son los años en que el espejo se vuelve una catástrofe o una contemplación. Para mí fue lo primero. No toleraba mi mirada, mis rasgos desgarbados. Mi rostro me sorprendía. El espejo inocente y lúdico de la infancia me devolvía el rostro con el que me reconocerían como si fuese la firma, ese trazo personal que la juventud madura. Con los años el espejo me devolvería el rostro de mi padre. El que ya no estaba.

De niño, dice Sennett, es más fácil hacer comunidad. Jugar juntos, armar un castillo, una casa en el bosque, el club. Basta encontrarse y se abre la comunicación. Pero el carácter se nota. Los expansivos triunfan, los tímidos perdíamos. Encima el bullying. De púber la mala suerte de no saber violentarme. Esa mezcla de cooperación y competencia que organiza a los niños y a los adolescentes y que tan bien hace a una empresa para encontrarse y armarse como grupo. El partido de fútbol entre Oficina de Partes y Bodega, la final entre Recursos Humanos y Contabilidad, ganada irrevocablemente por este último. Esa competencia que convoca a todo el mundo y hace que los rostros se develen, los cuerpos se encuentren, surjan los abrazos, las bromas, la agresividad quede sublimada y emerja natural la cooperación.

El rostro del Otro me dice que está ahí y me reconoce. La mirada cara a cara, en tiempos de tanta comunicación con el que está lejos y tan perdida con el que está cerca, revitaliza el gesto. Dejo de estar solo en el mundo.

Animal que coopera, el ser humano, que no es el único que lo hace, puede construir a partir del odio al que está fuera de la comunidad o contarse el cuento de que al interior del grupo está lo bueno y afuera lo malo. Que somos los mejores. ¿Se acuerdan de los jaguares de América?

De un tiempo a esta parte surge la costumbre de saludarse en los ascensores. Hace unos treinta años, viviendo en Madrid, me sorprendí de este hábito, me sentí rarísimo. Luego me acostumbré como a los dos besos en las mejillas dejando la mezquindad del beso único y tuve que retroceder al volver a SCL y sus manías de cercanía y evitación.

Una oleada de buena educación parece haberse dejado caer en nuestro mal educado Chile, pero saludo entrando y saliendo del ascensor en mi oficina y en mi Universidad. A pares y empleados del aseo, a superiores y desconocidos. Pareciera que nos fuéramos enterando que el Otro existe.

Aprender la diferencia entre la dialéctica que intenta imponer un punto de vista y la dialógica que permite tener ideas y puntos de vista distintos y sin embargo respetarse y seguir haciendo camino juntos.

Lo vemos en las parejas enfrentadas al desafío de la educación infantil o el manejo del dinero o la administración de las visitas a las familias de origen o situaciones de mayor estrés como un cambio de casa o la refacción de un inmueble.

Cada uno, estresado, intenta imponer al otro su manera de manejar el estrés. La escucha empática no aparece y se espera vencer al otro. No hay cooperación, hay competencia ciega. Cualquier solución arrastrará resentimiento y la tarea en común se verá mermada en el amor necesario. El amor sin eros.

En el trabajo moderno, que tiende por naturaleza cada vez más al corto plazo (un joven tendrá hasta 4 oficios distintos y cambiará entre 12 a 20 veces de empleador en el curso de su vida laboral), las relaciones se tornan superficiales y su conocimiento como su compromiso con la organización se debilitan.

La sociedad moderna, Sennett otra vez, plantea un individuo aislado que evita excitaciones y estímulos derivados de las diferencias profundas. Se retrae, vive gustos homogéneos, la misma hamburguesa industrial quizás no lo satisface pero lo tranquiliza. Busca la neutralidad y consecuencia de ello es el debilitamiento del impulso a cooperar con los que siguen siendo irreductiblemente otros.

Los niños, aunque tengan por delante un corto plazo en el colegio, la piscina, la cancha de fútbol o las vacaciones, practican la repetición como entrenamiento. EL mismo cuento, el mismo juego, las mismas reglas. Al crecer cuestionan las reglas y las mejoran y las adaptan al grupo.

Pero, como señalé, esto requiere el manejo sabio del diálogo tal como ocurre en una buena conversación: su riqueza está entremezclada de desacuerdos y sobreentendidos que, sin embargo, no impiden que sigamos hablando.

Y la gran herramienta para ejercer la mutualidad es el ritual. Posibilita la cooperación expresiva en la religión, en el lugar del trabajo, en la tan vapuleada política y en la más corriente vida comunitaria.

Symbolei de las tejas rotas que permite que al encontrarnos nos reconozcamos. El regalo, la pregunta hecha en serio: ¿cómo estás? Y nuestro extraño “cuídate” al despedirnos que parece reconocer la vulnerabilidad nuestra. El falso “nos vemos” hiere el ritual y la cooperación.

Su núcleo es la captación de detalles concretos para hacer avanzar la conversación. Los malos oyentes devuelven generalidades, no prestan atención a lo pequeño, los gestos faciales o los silencios y el tono de voz que amplía la conversación.

Quizás seamos simpáticos y nos dejemos involucrar con el sentimiento del otro. Se comparte la emoción del todo. Nos identificamos. Tapamos de consejos al angustiado pues nos ha transmitido su angustia y tenemos que calmarnos nosotros.

La complejidad del ser humano no está totalmente aprovechada y cito a Sen & Nussbaum que sostienen que nuestras capacidades emocionales y cognitivas se desarrollan de modo errático. Los seres humanos seríamos capaces de mayores realizaciones que las permitidas por las escuelas, los lugares de trabajo y la organizaciones.

La solidaridad es con los pares pero también con los extraños. Exige eso sí la cara descubierta. Por esto nos desconciertan los encapuchados que con esa actitud ya delatan que no van a encontrarse sino a destruir el vínculo.

Quizás esté pasando un mal momento, quizás esté alterado, quizás su auto destructividad lo tiene capturado y ha bebido o no ha dormido o se está separando o ha perdido a su madre y no lo sé. Pero noto en su rostro la conmoción, quizás porque me evita. Y es cuando más debo preocuparme.

La conciencia de los demás se da eso sí más en la cabeza del habitante de la ciudad. Formamos una densa multitud con los extraños  a los que vemos pero con los que no hablamos y donde hay que desarrollar una sociabilidad, la

Socialité. No es el acto de tender la mano a los otros, es conciencia MUTUA, es acción conjunta. Es otra cosa que solidaridad. Pide la aceptación del extraño como una presencia valiosa y tolerada en el medio propio.

Pero, conseguido este bienestar… ¿qué más? La vinculación que se establece en la comunidad tiene que conducir a alguna parte, tiene que hacerse sostenible y sustentable. Una mezcla de cooperación formal e informal, intensa y duradera.

Maestros, aprendices y jornaleros eran parte del gremio que organizaba al taller. Cada uno hacía y hace su parte. El trabajo es ritual y así todos somos uno y el individuo desaparece gozoso en el grupo.

Controlamos ritualmente la violencia. Como los lobos que tras el combate, el que siente que va a perder pone su cuello a disposición del otro y le da la victoria que se significa en una mordida simbólica, y no como las palomas que no saben bien qué hacer y se destrozan. Aunque en temas como el femicidio parece que nos asaltara el descontrol. La testosterona no conoce ritual de agresividad. Reconocimiento de la derrota. Es decir, ejercicio una vez más del respeto y la cooperación mutua.

Win win es una alternativa de empate crecedor. La expoliación del otro y la colusión, perversión de la cooperación, pueden convertir la relación en un territorio peligroso y dejar una herida al minuto de entregarse, rompiendo la confianza, esa copa de cristal irreparable.

Sennett relata la historia de la dialógica desde las coffee houses del siglo XVIII hasta la creación de la mesa individual o para dos del París del siglo XIX que aleja la conversación de los mesones y abre el contacto por la mirada.

Nos miramos, somos diferentes y eso no significa ni superior ni inferior. Los rituales del taller o de cualquier grupo celebran las diferencias entre los miembros de una comunidad, afirman el valor distintivo de cada persona, pueden disminuir la acidez corrosiva de la comparación odiosa y promover la tan anhelada cooperación.

El éxito ajeno alegra pero el fracaso del más lejano produce un extraño placer. No me ganó, no me venció, no soy el único en problemas. Me es más fácil ayudar al derrotado. Lo más difícil es la solidaridad con el aventajado en aprietos. ¿Por qué no se arregla solo si tiene tantos recursos?

Pensemos en las cadenas masónicas, la historia del pan y el vino en la eucaristía, los rituales de iniciación, el chef d’oeuvre de los gremios que consagraba al aprendiz tras siete años de práctica.

Los rituales además han requerido en su evolución del desarrollo de la civilidad, primero como modelo de conducta de las clases altas, abandonando el código de caballería centrado en el castillo y la venganza y apareciendo la “cortesía” de las cortes italianas con la

La cortesía aparece en el siglo XVI como modelo de comportamiento para la burguesía básicamente como autocontrol corporal. Sin emitir ventosidades ni eructos, comiendo con tenedor y lavándose las manos. La gente se hizo más sobria aunque menos espontánea.

Algo que se opone a la cooperación son las inmensas y crecientes desigualdades sociales. A juicio de Putnam, la sociedad de USA y Europa presenta menos cohesión social que 30 años atrás, menos confianza en las instituciones, menos confianza en los líderes.

Guanxi, un código cooperativo de ayuda mutua absolutamente rígido e intrasable. Yuan Lo lo describe como “una complicada y generalizada red de relaciones que los chinos cultivan con energía, sutileza e imaginación y que permite a un primo tercero pedir ayuda o verse obligado a otorgarla y donde todos saben que en caso de aprietos habrá esa red para protegerlos, pasando de generación en generación”.

En Occidente hay algunas redes familiares pero el marketing tiende a inculcar en los niños la creencia de son los que poseen, con comparaciones odiosas. Solo en el siglo XVII, en Amsterdam y Bruselas aparecieron los juguetes en producción masiva. Hoy estamos invadidos y obligados a que nuestros hijos y nietos no sufran el bullying de ser diferentes. El status afecta no solo a los adultos.

Los jóvenes confían más en sus amigos en Facebook según las encuestas (68%) que en la publicidad (28%) Los amigos reales no salen en la medición. Se compra por internet. El mal está en peligro de extinción o se convierte en plaza.

Las desigualdades limitan las capacidades de los niños, dice Martha Nussbaum, quienes están naturalmente dotados para relacionarse plenamente entre sí y para cooperar de manera más profunda de lo que las instituciones permiten.

Aprender a dar la mano, establecer contacto visual y ofrecer sucintas contribuciones en una conversación: con quien quiera que uno se encuentre y donde quiera que lo encuentre, todo esto para poner de manifiesto el espíritu de grupo que lo anima.

Los grandes enemigos de la cooperación son la envidia, la ansiedad que no se acompaña de esperanza de cambio (como se ve en ciertas dictaduras), las políticas represivas por lo general enmascaradas, la soledad que en sí misma hiere por el retraimiento y el narcisismo y la auto contemplación que sacan del grupo.

Los niños de sociedades igualitarias tiene más probabilidad de confiar entre ellos; los de las sociedades marcadas por grandes disparidades tienen más probabilidades de relacionarse con los demás como adversarios.

Nussbaum cree que la sociedad debería extender y enriquecer las capacidades de las personas, principalmente las de cooperación; la sociedad moderna, por el contrario, disminuiría esas capacidades. Ver los colegios más preocupados por el ranking que por una educación integral.

Otro que no cooperará es el autoexigente obsesivo, el perfeccionista 24/7, para quien su éxito jamás será suficiente. La envidia es hacia sí mismo, la comparación odiosa es con su propio ideal de lo que debería ser y no está pudiendo lograr.

A veces de manera muy simple. Stravinski hablaba de simplificar, eliminar, aclarar. Arvo Part : “renueven simplificando”.  Einstein: “todo debería simplificarse al máximo posible, pero no más”.

Pero es una tarea siempre inacabada: primero, hay que mantener la moral alta en circunstancias difíciles, segundo hay que buscar fuertes convicciones y así instalar la cooperación como un valor en sí, que protege, que hace sentirse más sólido. El

Pero la depresión existe, y el duelo, y hay que evitar el yugo de la nostalgia en palabras de Hannah Arendt. Y sobre todo, escapar de la anomia de Durkheim, el sentimiento de desarraigo cultural y social, de ir a la deriva.

Son demasiados los cambios tecnológicos que obligarán a aliarse de maneras también distintas. El internet de las cosas y sus efectos. El Big Data y su manipulación, los nano materiales, las sorprendentes impresoras en 3D y en 4D, etcétera.

La cooperación en tiempos de la deuda, la hipoteca y el crédito inhibe la cooperación, despierta la ansiedad y deshace el vínculo amoroso, sin eros, no se asusten, que debe tener cualquier espacio de trabajo.

En  los últimos 30 años los accidentes laborales han bajado de manera considerable en  el país, sin embargo hoy estamos en una meseta en términos de resultados, que nos obliga a mirar la prevención en las empresas de manera más amplia.

Cada vez que tomamos una postura respecto  de qué hacer  frente a la seguridad de las personas en su ambiente laboral,  tenemos  implícitamente, una interpretación de nosotros mismos  como seres humanos.

Tradicionalmente,  en lo laboral,  se ha considerado al ser humano principalmente como un ente productivo y pasivo  frente a  la realidad en la que vive; creemos que esta  concepción está agotada.

Resulta fundamental entonces, re-preguntarnos sobre el sentido de lo humano, porque conforme a como lo definamos, serán los resultados que obtengamos  en lo técnico, lo organizacional y por cierto, en lo preventivo.